lunes, 10 de agosto de 2009

(Atrevido). Perdón si lo salpiqué

La existencia se tornaba pesada. Vivir era asistir a una sucesión de eventos intrascendentes en la rutina de un pueblo gris y lejano, como el olvido. Se gestaba en él la idea del suicidio. La mayoría de las veces, pasaba las tardes junto al río, bajo las grebas de los sauces que hilvanaban melancólicas melodías de movimiento y color tras el soplido cálido de la sudestada. Observaba cómo el devenir continuo de las ondas del río lo transportaba a la llanura de los acontecimientos triviales de su vida. No pasaba nada. ¡Nunca!. Nada extraordinario. Me gustaría tener la levedad del agua, pensaba, disgregarme entre la materia viscosa de las olas, como el estallido seminal primitivo que hizo el orden del caos.
Ya no tenía casa donde habitar, ni patria que lo cobijara, ni lenguaje. Había perdido la identidad, y con ella el sentido. Recordaba unos versos de Hugo, y la sonrisa de un niño. En su memoria pululaba el olvido.
Una mujer lo pretendía. Con ella compartió los instantes ulteriores y definitivos: el vértigo, la desnudez, la ceremonia del sexo. Ésta era una expedición orientada a la erección y al orgasmo. Hacían el amor como dos atletas, en una dialéctica de avance y retroceso como luchadores de esgrima, batallando hasta que uno poseía al otro, al que se entregaba y se rendía. La erección era un misterio sagrado alimentado sobre el deseo de trascendencia. Allí debe estar Dios, pensaba. Pero ese misterio se derrumbaba durante el apogeo, sucumbía como sucumben los imperios. El orgasmo era la explosión perpetua que los arrojaba abatidos a cada uno a los extremos de la cama, como si el placer los lastimara.
Una vez más se hallaba a la vera del río, bajo la música del viento que se filtraba entre el ramaje. Había dejado sobre las rocas una pieza metálica. Esperaba paciente la hora precisa. El momento llegaría. Ese instante en que el sol se posaba sobre el metal y lo invadía con su calor y con su luz. Tomó decidido el disco solar hasta sangrar la mano. Sangrar sólo, solo sangrar. Ahora se había transformado en un sol de atardeceres. El sol del ocaso se abría paso entre sus pieles, desgarrándolas. Ahora lo inundaba de luz, irradiaba a su cuerpo desde adentro. Ahora el río era mar, y las olas graves estrépitos que lo rociaban de espuma y de sal.

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