lunes, 10 de agosto de 2009

La cura de sueño

“El tiempo vuelve a pasar
pero no hay primavera en Anhedonia”
(Charly García)

El líquido espeso que ingresaba en su torrente sanguíneo la mantenía a salvo. Sentía el cosquilleo de mil hormigas y luego el éxtasis.
Mucho tiempo después, aquella mujer me relataría su experiencia de vida. Yo me sentía como el peor de los espectadores, abatido por unos terribles retorcijones, viéndome en esa habitación que tan bien conozco, contemplando a la mujer una vez más en la cama, harapienta, más vieja, sin hermosa.
Resulta arduo congeniar las imágenes de las fotos de su juventud, aquel cuerpo tallado en ébano de indiecita pinagé, el esmalte de su sonrisa, su mirada dulce, el pelo lacio azabache hasta la cintura, con esta mujer que veo en la cama, recostada, cubierta hasta la cintura, con surcos profundos en las manos y en el rostro.
Hay en el espejo del tocador, un Cristo que nos observa misericordioso y penitente, hermoso y melancólico.
Durante su relato, no intervine más que como oyente. La escuché atentamente sentado en la cama y luego erguido. Decía que había sufrido tanto el destierro, que no podía dejar de pensar y que la única manera de poner fin al dolor era, abrir la puerta del coche en la carretera, y terminar con todo. Pero la retenía su marido: su amor, su bondad, y esa mirada azulísima como el vientre de los océanos.
-Amor, es hora de la segunda inyección.
Y otra vez el éxtasis, la sensación orgásmica de la solución viscosa que la invadía. Y otra la vez la calma.
- Me entristece esta vida campechana, la lluvia, el barro que nos aísla, la pobreza.
-Qué dice, Julia. ¿Entendés algo?
-Está delirando. Siempre le pasa después de las inyecciones.
-¿Dónde está mi hijo?
Otra vez el barro. Otra vez arremangarse y ponerse las botas de goma. Llevarlo en los hombros hasta la parada del colectivo, para que no falte al jardín.
-Amor, vamos a dejarlo un tiempo en la ciudad, para que se nos haga más sencillo durante estos días.
-Yo escuchaba, pero no podía hablar. ¿Me entendés? Sabía todo lo que pasaba alrededor, pero no tenía fuerzas. Esperaba sólo la inyección siguiente, por 24 o 36 horas, no recuerdo.
El doctor la llamaba “cura de sueño”. La había visto destruida, y ese fue su primer diagnóstico: la cura de sueño.
Habló con su esposo, terminada la primera entrevista.
-Su mujer necesita descansar la cabeza. Usted que también es médico debe aplicarle unas inyecciones.
Y así fue, durante unas semanas, ella permaneció anestesiada, sin dolor.
-Ay hijo, lo que hemos luchado en esta casa de mierda. No te das una idea. Yo ayudaba a tu padre en el galpón de pollos y cuando él se enfermó tuve que salir yo cada tres horas a ponerle leña en la salamandra, y levantar esos troncos pesadísimos, para que los pollitos chicos no se murieran de frío. Porque se nos estaban muriendo todos, y el invierno no daba tregua, y si no engordaban no los podíamos vender, y no íbamos a tener un peso. Decí que a ustedes los tenían en el pueblo, les hacían todos los gustos, salían a todos lados, les compraban ropa y juguetes. Nosotros no podíamos darles nada.
-Por eso no veía la salida, y quise abrir la puerta del auto. Pero no podía dejar a tu padre solo. Qué iban a decir. Que se trajo a una correntina depresiva, que era un problema. Yo sentía que él podía hacer su vida con otra mujer. No aguantaba más. Pero antes de abrir la puerta, lo miré, y vi el perfil del hombre del que me enamoré. Vi la robustez de sus brazos sosteniendo el volante, su mirada dura. No podía abandonarlo, ni dejarlos a ustedes.
Detuve la mirada una vez más en aquel Cristo melancólico, mientras reflexionaba sobre el absurdo de escuchar de mi madre esta historia, tanto tiempo después, como si uno estuviera preparado, y ella profanando su intimidad, me confesaba de esta manera tan terrible que me ama.

Para Eulalia

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